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Yarrington y el sistema cómplice

17 Abril 2017

Yarrington y el sistema cómplice

El gobernador es el animal político de la débil democracia mexicana. Son el centro gravitacional de la política local. La silla de gobernador implica reverencias y besamanos. Nóminas inagotables. Discrecionalidad en el gasto. Control del Congreso y de los magistrados. La oposición se suma sin matices al cortejo. Es el señor gobernador, amo y señor de la política local. Se convierte, de la noche a la mañana, en el que lo puede todo. No es una sorpresa que muchos de ellos pierdan la cordura: el poder absoluto corrompe absolutamente.

Los apellidos son muchos: Moreira, Padrés, Duarte, Salazar, Borge, Medina y un larguísimo etcétera. La casta de gobernadores se reproduce cíclicamente: pide el voto y seis años después vuelan al extranjero en una fuga rápida y sospechosa. Empero, detrás de cada uno de los casos de corrupción de gobernadores, hoy es Tomás Yarrington, siempre hay una preocupante tendencia de la opinión pública a tratarlos como “casos aislados”. Los partidos políticos y la clase política, en general, se distancian de ellos como si fueran auténticos lobos solitarios. Como si hubieran podido hacer y deshacer en sus estados con la complicidad única de dos o tres colaboradores de segundo nivel.

La realidad es otra. Los gobernadores construyen un reino de impunidad al amparo de una Presidencia que decide cerrar los ojos ante los abusos. Como bien escribió Rogelio Hernández en “el centro dividido”, un texto esencial para entender el poder absoluto de los gobernadores, la impunidad con la que operan los gobernadores es un arreglo político que heredamos del viejo régimen. La Presidencia imperial pone dos condiciones a los gobernadores: lealtad política y nada de desórdenes locales. El resto, a discrecionalidad de quien ocupa la silla estatal. La impunidad que permite los altos niveles de corrupción es estrictamente política y al amparo de la Presidencia de la República.

¿Es posible que Vicente Fox no haya sospechado nada de las actividades ilícitas del ex gobernador Yarrington? Si como lo refiere Ricardo Raphael, Yarrington fue un auténtico mecenas y protector del Cártel del Golfo y el nacimiento -y fortalecimiento- de Los Zetas, ¿Podemos creer que ni Felipe Calderón ni Vicente Fox tuvieran indicios de su actividad delictiva en 15 años, en los que se dedicó a servir como parte de la estructura criminal? ¿No sabía nada Peña Nieto o por qué defendió su inocencia en la campaña de 2012? Analizar los casos de los gobernadores acusados por corrupción de forma aislada y sin hablar del sistema, nos lleva a una repetición continua de los mismos vicios.

El federalismo mexicano nunca ha funcionado. Fue y es un arreglo político que canjea lealtad política con el Presidente por discrecionalidad en los estados. Usted gobernador recibe órdenes de la capital y mientras las siga al pie de la letra, nosotros respetamos que haga de su Estado lo que se le antoje. Ni la pluralidad partidista ha podido romper esa inercia de complicidad política que daña al federalismo mexicano y a la rendición de cuentas. Por supuesto que los culpables de corrupción son los gobernadores, pero no es menos condenable el silencio y la complicidad que se guarda en Los Pinos hasta que los escándalos explotan.

Si partimos de que es deseable respetar las peculiaridades locales, acercar el Gobierno al ciudadano común y evitar el abuso de un Gobierno central que pueda incluso dañar la democracia, el federalismo es el sistema político-territorial que mejor respeta dichos principios. Y la centralización peñista mantiene los vicios del federalismo maltrecho, pero reestablece a una Presidencial imperial indeseable en materia de rendición de cuentas.

El federalismo mexicano dejará de ser el manto protector de gobernadores corruptos, hasta que rompamos la inercia de complicidades política que existe entre la Presidencia y los gobernadores. Una madeja de intereses que implica impunidad en todos los niveles. El asunto no es cambiar leyes o reformar marcos normativos, sino romper la complicidad política que hace de muchos estados auténticos feudos que han ido desmantelando cualquier contrapeso, sean órganos autónomos, periodismo libre o competencia política. Asumámoslo, cuando hablamos de gobernadores acechados por casos de corrupción, la respuesta es política.