La democracia de los 'coyotes'
En 1974 cumplí 18 años y me afilié al Partido Mexicano de los Trabajadores, movimiento de masas con menos de mil miembros. Aunque algún escéptico propuso que adoptáramos el lema "pocos pero sectarios", nos parecía magnífico empezar así, pues sólo podíamos mejorar.
El PMT se propuso construir una izquierda abierta a la autocrítica, capaz de prefigurar en su seno la sociedad por venir. En otras palabras: nuestras asambleas eran larguísimas. Cualquiera podía rebatir a los principales líderes, que se habían conocido como presos políticos en la cárcel de Lecumberri: el ingeniero Heberto Castillo y el ferrocarrilero Demetrio Vallejo.
En aquel ambiente renovador, participé en el periódico mural PiMienTo, "La salsa de todos los comités". Imprimíamos en una sola tinta, con la técnica de los dazibaos maoístas, y mandábamos los ejemplares por correo, esperando que fueran colocados en las paredes de nuestros exiguos comités de base. Pretendíamos combinar la cultura con la política y desterrar el "narcisismo de autor" (ningún texto iba firmado). En el primer número, publicamos un poema gráfico de José Juan Tablada, donde las palabras trazaban la silueta de un pájaro, una reseña de la película El último tango en París y un perfil de Ray Bradbury. Este último texto alarmó a Vallejo. Lo invitamos a comer cabrito y ante los huesos de la espaldilla, dijo: "Compañeritos, ¿qué tienen que ver los marcianos con la revolución?". Nos alentó a seguir, aconsejando que nos ocupáramos de asuntos de la Tierra.
Hubo un tiempo lejano en que la principal causa de un partido era existir. Reuníamos firmas de simpatizantes en los mítines y los visitábamos en sus casas para que se registraran formalmente. Con frecuencia, el entusiasmo que mostraban en la calle se convertía en miedo al tener que confirmarlo en su vivienda.
El futuro era entonces tan lejano como las arenas de Marte. Imaginábamos elecciones donde la gente apreciaría las virtudes de nuestra propuesta. No ocurrió así. El PMT se disolvió en 1987 para fundirse con otros grupos de izquierda. Un año después, Cuauhtémoc Cárdenas fue víctima de un fraude que se justificó con un pretexto eléctrico: "la caída del sistema".
La democracia suele ser un anhelo, no una realidad. Toda contienda depende de las fuerzas hegemónicas que la organizan. En los años del romanticismo democrático, juzgábamos que la libertad de elegir sería suficiente para que el pueblo escogiera la mejor opción, es decir, la nuestra.
En 2000, el IFE conducido por José Woldenberg creó las condiciones para una elección confiable y la vida nacional se renovó con dos asombros: la oposición podía ganar y eso no implicaba una mejoría.
Desde entonces, los partidos no se dedican a solucionar problemas sino a administrarlos. Sin vigilancia ciudadana, se asignan recursos inmoderados (de ahí la importancia de la propuesta de Pedro Kumamoto de que los recursos se vinculen a los votos efectivos que recibe cada fuerza política).
Después de dos sexenios panistas, el PRI regresó a la Presidencia, confirmando que el viejo orden no había cambiado. ¿Hay alternativa?
El 25 de enero escuché la brillante ponencia de Mauricio Merino en el acto convocado por Proyecto Ciudadano para México. Ahí se refirió a la actual partidocracia como un "régimen de intermediarios". En nuestro sistema representativo, el votante tiene poder el domingo de elección; a partir del lunes, carece de influencia en la vida pública. En esa dinámica, las leyes y las instituciones son patrimonio de los funcionarios. La sociedad civil ha tenido notables iniciativas en la lucha contra la corrupción, los derechos humanos y el acceso a la transparencia, pero todas son mediatizadas por los intermediarios, "los coyotes de la democracia". Aunque abundan los instrumentos legales para controlar abusos y hacer denuncias, resulta imposible usarlos eficazmente. Ante la falta de una democracia directa, el demandante carece de respaldo social. Es un solitario en tierra de coyotes.
No hay democracia sin partidos. Lo que se necesita con urgencia son otras reglas para participar y recuperar el sentido de lo público.
Cuando suene al fin la hora ciudadana, comenzará otro tiempo político, sin los intermediarios que sólo se sirven a sí mismos.