Subidos al lomo de La Bestia o no, los migrantes seguirán buscando la manera de llegar a Estados Unidos
Cualquier día de junio de 2014, en el centro de Arriaga, una ciudad de Chiapas ?al sur de México?, era posible asistir a un espectáculo dramático. Al caer la noche, una sirena y un sonido seco, metálico, anunciaban la entrada de un inmenso tren de carga en la estación.
En cuestión de minutos las vías comenzaban a llenarse de grupos de personas que hasta entonces habían permanecido escondidas en casas de la ciudad, sobre todo mujeres con niños a cuestas o tomados de la mano, que se abalanzaban sobre el tren.
La mayoría buscaba a los grupos de hombres jóvenes que, formando cadenas humanas, se pasaban de mano en mano a los bebés hasta que llegaban al techo, donde los amarraban con cuerdas y los tapaban con plásticos.
Los privilegiados, los que habían pagado los servicios del coyote más caro para cruzar a Estados Unidos, lograban refugiarse en el interior de un vagón vacío.
Cuando la Secretaría de Comunicaciones y Transportes de México anunció esta semana que retiraba la concesión a la empresa que gestiona La Bestia, el tren de carga que recorre el país desde el sur en dirección a Estados Unidos, muchos se preguntaron qué iban a hacer ahora los miles de migrantes del sur de México y, sobre todo, de América Central, que lo utilizaban cada año para cumplir su sueño rumbo al norte, jugándose la vida.
La Bestia no se llamaba así de manera gratuita. Fue, durante muchos años, el medio de transporte más accesible y barato para los migrantes que buscaban atravesar el país.
Aun con el peligro que suponía trepar hasta su techo y aguantar horas, días, semanas, agarrados a una cuerda y agobiados por el cansancio, soportando las inclemencias del tiempo; la amenaza de las pandillas que violaban, extorsionaban y empujaban a muchos migrantes hasta hacerlos caer; los descarrilamientos que terminaban con varias muertes; los carteles que secuestraban migrantes para forzarlos a trabajar o cobrar rescates y, por supuesto, la detención por parte de las autoridades mexicanas.
Pero, para bien o para mal, esa imagen imponente, emblemática, reproducida en libros, documentales y docenas de reportajes periodísticos de los migrantes montados sobre La Bestia, ya pertenecía al pasado cuando el gobierno anunció que retiraba la concesión.
En agosto de 2014 el gobierno mexicano ya había decidido impedir que La Bestia continuara siendo el principal medio de transporte para que los migrantes atravesaran el país. A finales de aquel mes, sin dar demasiados detalles sobre la duración ni la responsabilidad policial o migratoria de los operativos desarrollados, las autoridades detuvieron a unas 6000 personas en el tren y sus alrededores ?según la información ofrecida a la prensa?, en su mayor parte provenientes de Centroamérica. Pronto las regresaron a sus países.
Desde entonces, nada ha vuelto a ser lo mismo. El gobierno mexicano alegó entonces que con sus medidas protegía la integridad física de los migrantes. Los migrantes mismos y las organizaciones que los defienden han argumentado que mientras los centroamericanos sigan teniendo el sueño de llegar a Estados Unidos, la imposibilidad de contar con el tren los ha empujado a rutas más escondidas, caras y peligrosas.
Los arrojan, dicen, aún más, a las manos de los coyotes que trafican con ellos. Los operativos del gobierno contra los migrantes que usaban La Bestia se hicieron en el marco del plan Frontera Sur, una iniciativa conjunta entre México y Estados Unidos que trataba de responder a la ola migratoria que había saturado los centros de detención de migrantes del sur de Estados Unidos en 2014.
Una crisis que saltó a las portadas de los medios de comunicación de muchos países como la de los ?menores no acompañados?, y que en función de un acuerdo político quedaba a cargo de las fuerzas de seguridad mexicanas, que debían detener a los migrantes antes de llegar a Estados Unidos.
Entre octubre de 2013 y septiembre de 2014, fechas que se corresponden con el año fiscal que regula las estadísticas de la autoridad fronteriza, se había detenido en Estados Unidos a casi 90.000 menores que viajaban solos, en su mayor parte de origen centroamericano. Una cifra que triplicaba, por ejemplo, la del año 2010. De ahí lo de ?ola? o ?crisis?.
Muchos de ellos explicaban que huían de amenazas de reclutamiento forzoso por parte de las pandillas que controlan gran parte de Guatemala, Honduras y El Salvador, lo que abrió un debate sobre su derecho a contar con algún grado de protección internacional.
Esto suponía que no podían ser inmediatamente devueltos a sus países de origen.
Surgieron entonces ?con una insistencia tan recurrente como poco atendida? los pedidos de organizaciones internacionales al gobierno mexicano para que ofreciera una alternativa que nunca se ha plasmado: la de un ?pasaje seguro? para solucionar el problema.
Aquella ola masiva se debió a un rumor extendido, probablemente por los mismos traficantes de personas, que hizo creer a miles que Estados Unidos permitía a los menores de edad no acompañados que llegaran a su territorio quedarse legalmente allí.
Y no era falso. Mientras los mexicanos sin documentación de residencia en regla son devueltos de inmediato por las autoridades estadounidenses, los menores centroamericanos entran en un limbo y una maraña legal de larga duración que vuelve al rumor cierto en la práctica. Pero ese rumor, el sueño hecho realidad de tantos, terminó con el plan Frontera Sur, y con los operativos que pusieron fin al uso emblemático de La Bestia por parte de los migrantes.
Aunque hace dos años el tren de carga más conocido de México ya no es vehículo del sueño desesperado de los migrantes, la decisión reciente del gobierno de retirar la concesión a la empresa que gestionaba La Bestia no indica que el tren vaya a dejar de existir.
Es una medida que solo vuelve a poner el manejo de la propiedad en manos del Estado, que no ha dicho qué piensa hacer con la ruta desde el momento en que, siguiendo los plazos legales, retome su control a finales de octubre. Pero, subidos al lomo de La Bestia o no, los migrantes siguen persiguiendo el mismo anhelo: salir de sus países y llegar a Estados Unidos.
Ahora lo hacen por vías más caras, más largas y, posiblemente, más peligrosas, donde es mucho más difícil localizarlos y saber qué está sucediendo con ellos.