La sonrisa de Hilarry
Dice la canción que nunca termina uno de estar vestido sin una sonrisa. Es decir que a menudo los rostros adustos ?y los desencajados, y los coléricos, y todavía más los melancólicos? dicen más de sí mismos de lo que habrían querido. Sonreímos para dejar salir una alegría interior, o bien para enrocarnos ante una situación potencialmente agreste. Nos vestimos así de dicha o de cautela o de lo que haga falta, mejor eso que ir y venir orondo con las nalgas pelonas, como sería el caso de tantos palurdos iracundos y a su pesar risibles, grotescos, transparentes.
En la sonrisa cabe lo mismo la expresión de afecto que el cumplido, la aceptación explícita que la amenaza tácita, la ironía festiva que la sospecha oscura. Una sola sonrisa ?sostenida, fluctuante, inteligente? basta para narrar la escena que le ha dado propósito y aliento. En su mejor momento, la sonrisa es el guiño narrativo que nos invita a hacer la reflexión callada en aras del buen gusto, la complicidad, la conveniencia mutua, la civilización.
"Ya entiendo", manifiesta quien sonríe, como ocurrió hace días con Hillary Clinton. La sonrisa impertérrita de Hillary ante las andanadas pugilísticas de un narcisista histriónico que jamás ha sabido mirarse cabalmente del espejo es un sarcasmo vivo: el reparo sabihondo de quien lo ha visto quedarse en pelota y prefiere guardarse sus comentarios a redundar en torno a lo evidente. Entre más la calumnia, menosprecia, interrumpe y ofende el energúmeno, más serena se ostenta su sonrisa.
Se diría inclusive que se está divirtiendo. No siente el menor miedo y ya comienza a olerlo en su oponente. La escena del debate entre Hillary y Trump difícilmente puede ser más absurda, pero al cabo se pasa de ordinaria. Debe de haber millones de mujeres que ahora mismo soportan el yugo de un gañán equivalente y se callan los mismos comentarios, aunque ni falta que hace.
¿Quién ha de ser vidente para leer en los ojos de Hillary las obvias opiniones que le merecería cualquier otro maltratador de mujeres, y más concretamente cualquier acomplejado protagónico? "Todavía me sorprende, pero ya no me extraña", nos informa la mueca de la candidata, ya de suyo propensa a los gestos sardónicos pero lo bastante hábil para no interrumpir el harakiri en curso de su oponente.
Por sus solas palabras sabemos que es misógino, mentiroso, cobarde, intolerante, histérico y estúpido. ¿Quién mejor que el mismísimo mandril para dar referencia de sus monstruos recónditos e impresentables? La sonrisa de Hillary es una cuchillada al machismo pecuario del sociópata más famoso del mundo. El sí que es incapaz de contener la ira, el desprecio, la bravata, el berrinche, la urgencia del abuso, el ejercicio impune del atropello, el gozo seminal de la revancha.
Ha invertido su orgullo, que es inconmensurable, en detentar dondequiera que vaya el monopolio de la última palabra, más aún si se mira entre mujeres, en las que no es capaz de encontrar más virtudes que las estrictamente decorativas y entonces, sólo entonces, productivas. Nada que no comprenda la sonrisa de Hillary: esta mujer de pronto armada hasta los dientes de una paciencia todavía más grande que las ínfulas del pelafustán.
Los buenos narradores suelen escatimar los adjetivos para que los lectores pongan los que prefieran. Se espera de quien lee que reciba los guiños y los traduzca a su código íntimo. Que juzgue y etiquete, que absuelva y reivindique.
Cada vez que el grosero la interrumpe, no es Hillary sino uno quien se desespera y de pronto lo insulta a la distancia. Una actitud estúpida, si he de ser autocrítico, pero no cualquier noche tiene uno esta sospecha chocarrera de que la civilización planetaria pende no más que de una sonrisa maliciosa. Reconozco de lejos una sonrisa así. Amable y delicada, pero de paso cáustica y escéptica.
Sonrisa de mujer que no se chupa el dedo, ni acepta imitaciones, ni compra por comprar. Sonrisa de ironía invisible a los ojos del semental ufano. Sonrisa de mamá la última vez que creíste que podías engañarla.
Sonrisa de Miss Universe delante del padrote pretencioso que se presume santo de su devoción. Sonrisa inconquistable y aún gentil: fuera de ella no hay vida inteligente. Si sólo es uno dueño de lo que calla, Hillary dejó a Trump en la miseria: ese bruto que dice y dice y dice porque cree que así gana y gana y gana, y porque no soporta que sea de otra forma. Le humilla no poder humillar a los otros, le envanece su fama de tramposo, no tolera la idea de no ser infalible en cualquier circunstancia y superior al resto de los mortales.
Por alguna razón, la sonrisa prudente de Hillary me remite al silencio de la psicóloga de Tony Soprano. Sonrisa de no comments porque el chiste, otra vez, se cuenta solo.